domingo, 19 de noviembre de 2017

Cerrar por dentro



El otro día me enteré de que habían abierto la tumba de Salvador Dalí para hacer una prueba de ADN con sus restos y comprobar si una mujer era su hija (y heredera) tal como aseguraba. Y se me puso mal cuerpo. Ya comprendo que los restos de un difunto no tienen dueño porque el dueño está difunto, pero ¿eso da derecho a manosear sus huesos desgastados como si fueran las fichas de dominó de un centro geriátrico?. Se le quitan a una las ganas de que la entierren.
—¿Y entonces qué? ¿a la hoguera? —me dijo Ada. Con ella puedo hablar de estas cosas.

—No me hace mucha gracia —dije yo.

—Te ponemos en una urna bien «cuqui» y Sauveur y yo ya nos iremos turnando para tenerte en algún estante del comedor.

—No lo veo, hija. Ya sabes que no quiero ser una molestia.

—También podemos echar tus cenizas al mar. Seguramente acabes pegada a la espalda de algún turista alemán.

—Nunca he estado en Alemania.

—Algunas ciudades son realmente bonitas pero hace un tiempo horrible y tienen una dieta muy poco equilibrada. Nada de verduras.

—Entonces, no —dije lanzándole una sonrisa cómplice. Cómo me conoce—. A lo mejor podría donar mis órganos —solté de pronto. Ambas nos unimos en una ruidosa carcajada— ¿Te imaginas?

—¡No!

—¡Si le pusieran algo mío a alguien es que el pobre está realmente fastidiado! ¿eh?

—Bueno, ¡tiene el valor de la experiencia!

—¿Quién quiere un hígado sabio?

—Tienes razón. La gente ya no valora esas cosas.
Estábamos tomando café con un par de porciones de pastel de zanahoria. Ada me consiguió la receta hace tiempo y se ha convertido en una de mis especialidades. Siempre que viene a verme, la preparo.
—Hay otra opción. Una opción seria, me refiero —dijo ella entonces con el carrillo abultado por la tarta—. Puedes donar tu cuerpo a la ciencia. Yo lo he pensado algunas veces.

—¿Y qué harían con él?

—Lo que necesiten, cortarlo a trozos y experimentar con ellos, supongo.

—¡Uy, no, hija! Qué repelús de pronto… —Volví a acordarme de la tumba de Dalí y todos aquellos individuos con escafandra revolviendo en ella.

—Una vez te has muerto ¿qué más da?. Vaya, Carmina —añadió con sorna—, pensaba que eras una mujer con una mentalidad abierta.
¿Ves tú? Uno puede tener la opinión de sí mismo que quiera pero siempre se lleva sorpresas. Ya lo decía padre: «nunca digas “de esta agua no beberé” ni “este cura no es mi padre”». Yo me moriré y me iré donde sea, no me preocupa porque sé que estaré bien, pero pensar que alguien vaya a calcinar mi cuerpo o a descuartizarlo y exponerlo como si fuera un puesto de casquería en el mercado, me pone muy nerviosa. Así que creo que me quedaré con la opción de toda la vida, el sistema tradicional: a la caja y bajo tierra. Aunque me quedaría más tranquila si se pudiera cerrar por dentro.


A cuidarse

martes, 7 de noviembre de 2017

Jaulas borrascosas

«Cuando pasas por mi puerta y no me dices adiós, lo que te dejas te llevas, tú no eres mejor que yo»
El dicho es antiguo pero describe muy bien cómo funcionan las cosas en las comunidades pequeñas. Aún hoy lo pienso cuando voy a Girona a hacer algún recado o a Barcelona a visitar a los chicos; la ciudad se la come a una, eres anónimo, uno más, con todo lo malo que eso conlleva porque a veces me detengo en medio de una de esas avenidas enormes que hasta tienen una rambla con juegos infantiles, con la jauría de coches pasando por ambos lados y pienso: Me da un «jamacuco» aquí mismo y no se entera nadie hasta que pasen los barrenderos.

Todo lo contrario que en los pueblos, que se te caga un pájaro en un callejón y en dos minutos ya es de dominio público. En un pueblo es como si llevaras permanentemente a cuestas un cartel luminoso con todos tus antecedentes familiares y vitales; y da lo mismo si de todo eso hace veinte o cincuenta años, da lo mismo que tú hayas cambiado, lo que manda es el cartel y por él te juzgarán hasta que te mueras. Así que ¿para qué cambiar? ¿Para qué enmendar los errores si todo va a seguir igual? Y es que las comunidades pequeñas, cerradas y con poco movimiento de gente son como una cama sin ventilar, cuando te acuestas por la noche huele a la noche anterior. Y eso no es bueno. Todo esto me recuerda una obra de teatro que leí hace años: «La casa de Bernarda Alba». A ver si esas muchachas no estaban todas medio locas de vivir encerradas en esa casa y con esa madre tan controladora. Ahí sí que no corría el aire ni por casualidad. Luego, claro, basta con que alguien mencione a Pepe el Romano (que ni aparece en la obra) y aquello explota como una olla a presión. Pero luego tenemos el caso contrario: «Cumbres borrascosas». A ver quién me niega ahora que los espacios tan abiertos y tan agrestes y tan solitarios no lo pueden volver loco a uno también. Todo el día con el silbido del viento pegado al oído y el pelo pegado a la cara. Demasiada ventilación en este caso. No digo que Heathcliff hubiera sido mejor persona criado en otro entorno, o que Catherine hubiera sido más sensata, pero esos arrebatos, esa impulsividad tan salvaje son cosa del ambiente que se respira. 

Aun así, por mucho que defienda que el lugar en el que se vive influye en el carácter de las personas, creo que la educación y la convivencia tendrían que primar sobre todo lo demás. Y el dicho sería mucho más instructivo de este modo: 
«Cuando pasas por mi puerta y no me dices adiós, si yo tampoco lo digo es que tengo un alma tan pobre como la tuya»
Pero no suena tan bien.


A cuidarse