martes, 3 de octubre de 2017

La casita amarilla



Creo que ya había explicado en alguna ocasión que padre murió cuando yo tenía veinticuatro años. Está mal decir que me quedé en la gloria pero es que llevaba ya muchos meses muy malito y aquello no era vida ni para él ni para mí. Si era un hombre poco afable cuando estaba sano, hay que imaginárselo postrado en una cama y preso de sus propias limitaciones. 

Pero lo de la gloria no llegó de inmediato, antes pasé un tiempo en el que me sentía inmersa en aguas arremolinadas. La muerte en las comunidades pequeñas de posguerra siempre era un acontecimiento, y cuanto más si se trataba del viejo maestro, del que siempre se había sospechado una ideología comunista encubierta bajo un comportamiento intachable, una entrega absoluta a su labor y un talante generoso y comprensivo hacia «la gente». Y, una vez enterrado, todos empezaron a preguntarse maliciosamente qué sería de la muchacha grandullona y vergonzosa que se parapetaba tras los libros y los arreglos de costura; la que acudía a misa tres veces al día y, solo en el ámbito de aquellas salidas, se permitía hablar de lo que fuera que se estuviera tratando hasta perder el resuello para, acto seguido, ir a comprar una libra de queso sin atreverse a levantar la vista. No se le conocían pretendientes ni otras aventuras, se ignoraban absolutamente sus anhelos y es posible que, en la mente de muchos, ella fuera un ser carente de toda personalidad e, incluso, de género. Un ser incoloro.

Tardaron en dejarme en paz con sus preguntas y sus conjeturas; me paraban en cualquier esquina para sonsacarme, para averiguar cómo de desdichada me sentía ahora que me había quedado sola en la vida (y mujer). Pero yo no estaba más sola que antes, aunque eso era algo que solo nos concernía a padre y a mí. (Tengo pensado decírselo cuando nos veamos en el más allá o donde sea que vayamos los escépticos pelirrojos: «Usted me dio casa y sustento, se preocupó de educarme y de que tuviera ideas propias pero ya podría haber sido un poquito más cariñoso, que al fin y al cabo era mi padre». Así mismo).

Pasaron unos meses antes de que las aguas se apaciguaran (o simplemente murió otro pobre desgraciado y se olvidaron de mí) y entonces pinté la casa. Tenía un color pardo que se había oscurecido con los años como una de esas cabañas de pesebre fabricadas con corcho. Repiqué la fachada entera, le dí un revoco nuevo y la pinté de blanco con todo un zócalo alrededor de color amarillo (y el intradós y el vierteaguas de las ventanas del mismo tono). Lo hice yo sola y tardé varias semanas pero me quedó preciosa. La casita amarilla. Mi casa. 
—Ahora se ve desde la otra punta del pueblo —llegaron a decirme con el propósito de amedrentarme.

—Entonces ya puedo morirme tranquila —respondí yo. 
Carmina Petit empezaba a salir de su cascarón.


A cuidarse.

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