jueves, 12 de octubre de 2017

Gente de bien

Hace unos meses estaba sacando del horno una empanada de atún cuando llamaron a la puerta. Me encontré con un muchacho de unos treinta años y cara de vikingo que, por suerte, chapurreaba el castellano. Acababa de mudarse a una de las pareadas que quedan al otro lado de la carretera nueva y alguien le había dicho que yo cultivaba hortalizas ecológicas. Lo invité a pasar. Me cayó bien, era una de esas personas que lo sabes al instante, que son de fiar.

Bryn me recordó muchísimo a mi nieto Sauveur, con esa actitud tan bonachona que se trasluce hasta en la postura: altos y flacos los dos, muy rubios, de espalda ancha y huesuda, ligeramente cargada y con esa parsimonia en todos sus movimientos. No son cosas mías, todo el que conoce a mi nieto desarrolla una predisposición natural hacia él. No pasa lo mismo con Ada, ella tiene un temperamento más cortante. Pero ella también es muy buena. Muy muy buena; buena y valiente. Recuerdo aquella vez que tendría unos diez años y fuimos a visitar a Sauveur a Les Airs Sains. Era su último curso en aquel sanatorio del Pirineo; el médico nos había asegurado que sus pulmones se habían desarrollado plenamente y que estaba en disposición de volver al pueblo para empezar el bachillerato. El resto de críos le habían preparado una fiesta de despedida y nosotras estábamos en un extremo de la sala, charlando con el director, mientras todos los niños reían y correteaban en medio de una total algarabía. Y de pronto se produjo un gran silencio. Ada le estaba retirando el plato con su bocadillo a un pobre niño cabizbajo que estaba rojo como un tomate.
—No tienes que hacer lo que te digan, han estado escupiendo dentro.
El niño permaneció callado sin atreverse a mirarla siquiera. Más tarde descubrimos con estupefacción que llevaba allí tan solo dos días y que esas diabluras eran habituales con los recién llegados. Le hicimos el tercer grado a Sauveur para averiguar si alguien le había hecho a él algo parecido. Nos prometió que no y le creímos. También nos prometió que él nunca participaba en aquellas bromas pesadas, que se mantenía al margen. «Tan responsable es el que lo hace como el que lo permite», le dijo Renée. 

Cuando aquellos niños vieron cómo Ada les desmontaba la jugarreta delante de todos, empezaron a murmurar y a abuchearla por lo bajo. 
—Os jodéis, por malas personas —les dijo ella. Y luego se comió un ganchito. 
Ese fin de semana se quedó sin televisión aunque en el fondo del alma nosotras nos sentíamos gozosas a más no poder. 

Pero yo estaba hablando de mi vecino Bryn. Del primer día que estuvo por casa. 
—¿Qué eres, inglés? —le pregunté mientras le servía un café y un trozo de empanada. 
—No. Galés 
—Ya empezamos. 
Pero no iba a echarle un sermón así sin conocernos. Que yo respeto mucho el sentir de cada uno, claro que sí, solo que eso de que las etiquetas sean excluyentes solo consigue que todos acaben enfadados y vueltos hacia su rinconcito. 

En fin, es igual. 


A cuidarse

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